10 feb 2008

EL CUENTO SEGÚN YO (O EL MANÍ ES ASÍ)

José Javier Rojas




“It don’t mean a thing (if it ain’t got that swing)”
Duke Ellington e Irving Mills

“Where is the beef?”
Mr.T



Check-in
En la salsa, el secreto está en la clave. En el cuento, también, la clave es el secreto. En el ingrediente secreto está todo. Porque lo demás son excipientes, amarillo número cinco y color artificial. Porque todo lo demás es empaque y mercadeo de marca. El “ingrediente secreto” es un secreto a voces, porque por si no lo habían notado mis amigos de la barra, el vino también se hace con uvas. Caramba, tamaña obviedad mejor ocultada que La Carta Robada: La clave es la anécdota, la acción, el verbo. Pasa en la vida. Pasa en las películas. Agrega agua al envase y listo: agua lista para tomar. Lo que pasa, pasa y si pasó, o si podemos imaginar que pudo haber pasado, o que podría pasar, habemos cuento, papá. No me vengas con aquello de qué pasa que el cóndor no pasa. Si no pasa, pues no cuenta a estos efectos porque no es cuento. Si no tiene ritmo, no tiene swing. No tiene vida. No me jodas más con Proust y los literatosos contemplativos después de viejo. Cuando quiero ver un cuadro, voy a un museo.

Duty Free
No hay tal secreto en qué hace funcionar a un cuento: todos somos cuentistas potenciales, porque el cuento es parte de la condición humana desde que nos reuníamos asustados y (parece, más) salvajes alrededor del fuego, tras perseguir bisontes o pelearles las sobras de la caza a los carroñeros (nunca fuimos mayor cosa los hijos de Eva en este valle de lágrimas, no vayan a creerse ustedes que esta miseria nuestra es de ahora y por culpa del reguetón, que sus muchas culpas tiene, pero ésa no es una).

Abordaje
Adriano González León alguna vez dijo, porque yo alguna vez se lo oí en la radio cuando oía radio, valga la anécdota, que cualquiera tiene anécdotas. Lo certifico. Que si por anécdotas fuera, los taxistas serían mejores literatos que los egresados de las universidades. No voy a elaborar más sobre el punto porque no quiero sacar de contexto y cambiarle el sentido y la intención a lo que González León dijo, sobre todo porque ya no está para desmentirme y porque los egresados de Letras pueden llegar a ser enemigos tenaces (no hay que subestimar a nadie capaz de leerse el canon occidental, que será muchas cosas, pero es el canon, Navarone querido). Solo voy a acotar que yo estaba entonces y estoy hoy en la acera de enfrente de AGL. El profesor ponía a la anécdota como súbdita del lenguaje: para mí, el lenguaje solo me sirve en tanto y en cuanto sirva a la anécdota como herramienta eficaz y haga fluir la historia sin distracciones ni veleidades poéticas que, nunca mejor dicho, no vienen a cuento.

Despegue
Las recetas y fórmulas for dummies son otra cosa y de esas no tengo, así que no vendo, lo siento, vengan otro día a ver si ya se me ocurrió alguna. Pronto, muy pronto, en algún curso en línea en una computadora cerca de usted, si la tendencia a la grafomanía se sigue extendiendo a este ritmo, perpetraré algo para mayor indignación de la gente que se dice seria y que me tiene, con razón, por un mal bicho. Por ahora cumpliré el axioma que reza “el que lo dice no lo sabe y el que lo sabe no lo dice” y me reservaré los derechos sobre mi faja oleaginosa.

Pero sí que puedo pontificar sobre el cuento largo y tendido sin arriesgar ningún secreto (total ya dije que no había tal, al menos uno distinto a la acción pura y dura, pasen las cotufas).

Puede desabrochar el cinturónEl cuento repele los artificios que la novela abraza entusiasta. El oficio con sus herramientas pesa más en el escritorio del novelista y del guionista: no se saca adelante semejante empresa sin conocer el negocio de empujar páginas y llenar aire a pulso. El artífice del cuento se le parece más al inspirado artesano popular que al pujante industrial emergente. Aunque ambos trabajan con semejante celo y dedicación, comprometidos con el resultado de su esfuerzo, hay algo en la escala que hace que el trabajo de uno sea más delicado aunque no pocas veces resulte más burdo. El cuento está más cercano al hombre común que la novela, tal como el abasto de la esquina lo está más al parroquiano que el hipermercado de grandes superficies. En la aparente y engañosa sencillez del cuento hay una calidez manejable, que no nos intimida y que nos hace entrar en confianza, tomar posesión, bromear con el dependiente y no pagar rápido en la línea expresa, temeroso de no exceder los artículos permitidos y vueltos unos manotas con los cestatickets. Gracias por su compra, pero apúrese que ya estorba. Uno se atreve con un tarantín porque cualquiera monta y atiende un chiringuito, supuestamente. Será por eso que Monterroso decía que no se lo terminaban de tomar en serio, no que a él eso le importara mayor cosa.

Refrigerio
El cuento goza de excelente salud aunque la industria insista en no darse por enterada porque le da pereza empacar el producto que considera marginal (salvo en el nicho infantil, donde el cuento reina indisputable). No importa, los contadores de historias, los prosistas de constitución y convicción van encontrando sus medios y sus públicos. Si lo construyes, ellos vendrán, Walt.

Mantenga el asiento vertical
No podemos seguir alienando la poca buena fe que les queda a los maltratados lectores con sobrecogedoras catedrales de palabras llenas de ventanas emplomadas pero sin puertas. Ya lo dije, pero me repito para que quede claro: de escribir escribe cualquiera cualquier cosa de cualquier forma, pero leer es otro costal, carnal, porque hay cada espanto que pasma, así que a los lectores hay que consentirlos como a los fósiles vivientes que se van volviendo. “¿Eso era todo, al final, después de tantas vueltas raras?”, me mira con cara de estafado el alumno celacanto y yo no sé qué decirle para que me crea que es mejor leer, así sea algo malo preñado de buenas intenciones no resueltas, que quedarse ciego bajando pornografía o matando zombis en la consola o chateando con las compañeras de curso, que puestos a ver, es todo casi la misma cosa.

Abróchese el cinturón
Porque leer es un trabajo muy mal remunerado suscribo la opinión del sofista y provocador B.R. Myers y de su “Manifiesto de un Lector: un ataque a la creciente pretenciosidad de la prosa literaria americana” (el original, en The Atlantic Monthly de julio/agosto de 2001, está traducido en el número 6-7 de Hermano Cerdo, ambos disponibles en línea). Myers acusa fuerte y claro a la crítica mequetrefe infatuada con amaneramientos manieristas (léase mariconadas mal contadas y peor escritas, pero eso sí, con unas imágenes metafóricas que te cagas) esa misma que persigue con saña inclemente a los lectores y escritores de la literatura de género, mientras va repartiendo premios a troche y moche a los figurines de pastillaje que salen en las fotos de contratapa. La Literatura con mayúscula, ésa la del canon y la Academia, está espantando a los lectores con sus modas, mañas y afectaciones ocultistas; los está dejando morir al descampado con distracciones menos ingratas que no los hacen sentirse indignos y estúpidos al hojear las reseñas de las novedades de la semana. Claro, la Rowling debe ir en su limosina matándose de la risa leyendo las críticas camino al banco, pero no es de ella y de los como ella que debemos cuidarnos, sino de los fariseos que quieren convencernos de que el arte es una cosa tan disfrutable como un tratamiento de conductos y de que hay que someterse al solemne aburrimiento de complacer al narcisista de turno que nos imponen como artista para pasar por medianamente cultivados. Insisto, no me jodas tú con Proust a estas alturas.

Aterrizaje
En nombre de los demás celacantos, por favor señores escritores, échennos el cuento sin tantas florituras para rizar el rizo, que queremos enterarnos de qué va la cosa antes de extinguirnos. Populismos aparte, y aquí en confianza, vamos, que tampoco es tan difícil la cosa.

A ver pues, ¿dónde está la carne?


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